El reloj marcaba las 7:00 de la tarde del 19 de septiembre cuando las luces del teatro Gracia Pasquel se atenuaron y el murmullo expectante se volvió silencioso. Afuera, la ciudad seguía con su ritmo cotidiano; adentro, el Centro Cultural Universitario de la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez (UACJ) se disponía a latir al compás de la música.
En el escenario, los músicos de la Orquesta Sinfónica de la UACJ aguardaban atentos, con sus instrumentos listos.
El doctor Daniel Alberto Constandse Cortez, rector de esta casa de estudios; el maestro Alejandro Castillo González, director general de Difusión Cultural y Divulgación Científica, así como el maestro Lizandro Valentín García Alvarado, director de la Orquesta Sinfónica de la UACJ, aparecieron con paso firme y sonrisa discreta. Un aplauso cálido los recibió, preludio de lo que sería una velada donde la identidad mexicana se entrelazó con los sonidos de la sinfonía.
Los primeros acordes: un viaje a lo profundo de México
La batuta se alzó, y con ella, los primeros acordes llenaron la sala. Desde ese instante, el teatro se transformó en un espacio de viaje: cuerdas que parecían contar historias de montañas y ríos, alientos que evocaban plazas y verbenas, percusiones que recordaban la fuerza de nuestras raíces.
Cada pieza interpretada, entre ellas, la Obertura de Basaseachi “Entre la caída del agua y la filigrana del viento” de Raúl Domínguez Cortés y Tierra del temporal de José Pablo Moncayo García, favorecida con la narrativa de Arely Hernández, se convirtieron en un espejo de México: solemne, festivo y nostálgico.
El público, en silencio reverente, acompañaba con miradas atentas y sonrisas cómplices, como si cada nota despertara un recuerdo dormido.
El debut del Cuarteto del Recuerdo de la UACJ
El telón dio paso entonces a la presentación oficial del Cuarteto del Recuerdo de la UACJ. Cuatro voces que, sin artificios, trajeron consigo las serenatas de antaño con las piezas Medley de Los Panchos, Popurrí de boleros y el Danzón No. 2 de Arturo Márquez.
Apenas comenzaron a cantar, el aire se volvió íntimo: algunos asistentes tarareaban bajito, otros se mecían en sus asientos siguiendo el compás, y más de uno dejó escapar un suspiro emocionado.
Las canciones resonaron como puentes entre generaciones. Fue imposible no pensar en las voces de padres y abuelos, en las noches de radio y guitarra bajo la ventana. El público respondió con un aplauso largo, cargado de gratitud.
El cierre: un himno a la identidad
La Orquesta retomó el escenario con una fuerza renovada y con una sorpresa: la actuación especial del Mariachi Canto a mi Tierra, bajo la dirección del maestro Jaime Mata Nevárez y del maestro García Alvarado, los músicos parecían respirar al mismo tiempo que su batuta e impulsar su dominio en cada instrumento.
Cada crescendo arrancaba la ovación inmediata, que mantenía al teatro entero suspendido en un mismo latido, con las notas de Me Nace del Corazón; La Bikina; La Diferencia; Cielito Lindo; México Lindo y Querido; Deja Que Salga la Luna y Serenata Huasteca.
La música fluía no solo desde el escenario hacia las butacas, sino también en sentido contrario: las miradas, los gestos y la emoción del público eran parte de la obra, acompañadas de coloridos globos.
Cuando las últimas notas retumbaron en el recinto, la ovación fue unánime. El público de pie, los músicos sonriendo, el director agradeciendo con una reverencia sincera. Más que un concierto, había sido un encuentro con lo que nos une: la música como memoria y como celebración de lo que significa ser parte de México.
Al salir del teatro, las conversaciones se mezclaban con tarareos espontáneos y aguas frescas tradicionales. Afuera ya era una noche lluviosa, pero adentro de cada asistente la música seguía encendida. México Sinfónico había cumplido su cometido: recordarnos que, a través del arte, la identidad se vive, se comparte y se renueva.